Boceto para una cartografía festiva

La respuesta ante la posibilidad de que el Museo Nacional pueda exponer alguna pieza representativa del Carnaval de Negros y Blancos de Pasto es un sí incondicional, inmemorial y festivo. Es la posibilidad de entender las dimensiones del territorio y la hospitalidad de la fiesta, además de exhibir cómo, pese a las diversas estrategias económicas y turísticas de la industria cultural, el Carnaval se yuxtapone sobre el tiempo laboral.

El Museo expondría cómo se in/divierte el tiempo cronológico, en la medida en que toda la ciudad (se) afecta (por) el disfrute colectivo. Cada acto, puesta en escena, personaje y teatralidad son excedencia.

Exponerse al tiempo del regocijo, es todo un mandato.

El Museo Nacional puede re-presentar este mandato al dejar asomar, en su exhibición, las diversas perfomatividades del gozo que ponen en crisis a lo identitario. Pues no se trata de representar e imponer una supuesta identidad, sino de exhibir la filiación de la ciudad con el baile y el juego.

El otro es y se lo mancha.

Esta exhibición por venir estaría atravesada por una “enrostración” festiva. El rostro –entendido como presencia y no identidad– se repliega sobre la ciudad a partir de diversos seres: matachines, monos, mojigangas, viudas, payasos, calaveras, animales custodios, diablos, duendes, etc., que tienen en su vestimenta toda una heredad campesina. La figura del otro es posible gracias a lo comunal. Este ser-en-común irradia toda performatividad. El registro fotográfico no es suficiente. Antes bien, es necesaria una museografía festiva donde todo maquillaje, traje y musicalidad sea exceso en sí.

El Museo tendría que abrir espacio a lo risible, puesto que la risa desgarra la cara de quien presume de una impasibilidad ante la carnación y distorsión del rostro festivo. La risa banaliza la trascendencia de toda museografía, para ver la posibilidad del encuentro con lo otro. Es por esta razón que el músico del carnaval necesita la deformidad para soplar los vientos, azotar la carne de la percusión y los violines. Es quien asume esta deformidad muy propia de una “enduendada”. Aquel que asista a la exhibición, debería dejarse tocar por la fiesta para que la faz se le deforme. Toda música adquiere la forma de carroza, murga, teatralidad y danza. Escucha el sonido en su desnudez, sin la matematización de la instrumentalidad.

Así pues, puede exhibirse esta performatividad si la museografía se deja contagiar de esta musicalidad monstruosa.


Jhon Benavides

Docente en la Universidad de Nariño

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